martes, 29 de marzo de 2016

Talwar

Nada alteraba el silencio. En realidad, nada podía hacerlo jamás. Sonidos, música, ruidos... podían escucharse sobre él, pero cuando cesaban, ahí continuaba, inmaculado, sin señal alguna. Era como la esencia de las personas, pasara lo que pasara, no podía alterarse. Ninguna emoción, pensamiento, incluso acción, deja huella en lo que verdaderamente es una persona.

O al menos eso quería pensar él. Se encontraba inmerso en la eterna lucha del bien y del mal, pero realmente no sabía a quién representaba. Porque un asesino lo es, independientemente de a quién mate. Incluso aunque mate a claros representantes del mal, a aquellos sin cuya existencia todos los demás estamos mejor, a salvo. Pero matar es matar ¿o no?. ¿Matar el mal es hacer el bien?

Se decía a sí mismo, le decían, guerrero, que es otra forma de llamar a los asesinos cuando a los que matan no es a los nuestros.

Solo a veces venían esas ideas a su mente adiestrada, acostumbrada a ignorar emociones. Habitualmente solo hacía su trabajo, cumplía lo que tenía que hacer sin darle más vueltas. Que se encargaran otros, dioses u hombres, de juzgarlo.

Sabía que aquello que no había nacido no podía morir. Lo que es siempre es. Y que el resto, lo que no es real, moría tarde o temprano, él solo aceleraba el proceso. En realidad qué importancia tenia acabar un poco antes o un poco más tarde. Para todo el que creyera que existía un final solo era una cuestión de tiempo y aquellos que sabían que no lo había, nunca pasaban por su espada y, de haberlo hecho, no le habrían dado importancia.

Se llamaba, o le llamaban 9. Por algo que sucedió cuando tan solo era un niño. Tan niño que apenas podía recordarlo, pero que le otorgó un nombre y que inició una temible historia. Fueron sus primeros nueve cadáveres. De gente mala, de gente que lo merecía, pero cadáveres al fin y al cabo. Fue ahí, primero entre los cuerpos de su familia e inmediatamente después entre los cuerpos de aquellos que los habían asesinado, cuando empezó todo. Comprendió quien era y para que había nacido y eso es algo que poca gente sabe a tan temprana edad. Muchos, la mayoría, no llegan a saberlo jamás.

La habilidad de su padre con la forja trajo su desgracia. La suya, la de su familia y la de todos aquellos que se negaron a indicar donde vivía el herrero más reputado de la tierra conocida. Ese herrero cuya fama era tal que, desde muy lejos, un extraño le trajo un también extraño metal para que hiciera la mejor espada. Esa espada que aquellos buscaban, sembrando el terror en su camino, esa espada que provocó la muerte de sus padres y hermanas y que salvó la suya.

Solo recuerda que encontró antes que ellos lo que buscaban, en el arcón de padre. Que cuando empuñó el arma no parecía tener diez años. Y que resultó ser el guerrero cuya leyenda contó aquel extraño. Esa que decía que con el dhatu, el metal procedente del cielo, se forjaría la espada que libraría al mundo de aquello que empezaba a dominarlo. Esa que decía que ella encontraría a quien debía poseerla y usarla, transmitiendo a su dueño la habilidad de mil soldados.

También decía que no sería la única utilidad del dhatu, que tomaría más formas que, unidas, serían invencibles. Pero eso forma parte del futuro de esta historia, en el presente solo está la primera sangre, roja, negra, densa, brillante, bautizando la espada recién estrenada.

Todo eso parecía que estaba escrito. Todo formaba parte de una leyenda que trajo un extraño junto con un extraño metal. Pero no decía que el guerrero sería un niño, ni que su búsqueda produjera más dolor del que se evitaría usándola. Ya no podía hacerse nada por evitarlo, todo había empezado.

Y el nombre de la espada fue Talwar

San Agustín del Guadalix. Marzo 2016