Nada alteraba el silencio. Era tan
silencio que aturdía, era tan silencio que era peor que un grito, era tan silencio
que era imposible. Solo el Mal, con mayúscula, podía crear ese silencio porque
atemorizaba hasta al miedo. Solo el Bien, con mayúscula, podía crearlo también.
Pero no se respiraba paz, así que se puso alerta.
Alerta siempre significa empuñar la
espada. Alerta significa estar, otra vez, dispuesto a matar y a morir. Cuando
todo está al día ¿qué problema hay en morir ya?. Cómo iba a cambiar todo en
unas horas...
Avanzó sin hacer ruido, como en
tantas ocasiones. Sus ropas se lo permitían, había aprendido tanto a base de golpes
y cortes... Vestía de cuero duro y maleable, difícil de acuchillar y sencillo
de portar. Su capa casi se colocaba ella sola en el lugar preciso, en función
de lo que la ocasión requiriera.
Seguía el silencio, pero el olor lo perturbaba.
Era un olor que gritaba. A muerte, a sangre, a humo, también como en tantas
ocasiones. Se acercó al origen comprobando que sus causantes se habían
marchado, dejando el rastro habitual, cuerpos sin vida. En realidad no había
vida ni en los cuerpos ni en nada de lo que los rodeaba, todo estaba quemado,
por un fuego más poderoso que el de las hogueras, más cercano al que debe arder
en el infierno.
Cuando llegaba tarde a un lugar
devastado tenía una doble sensación. No sabía si era mejor, haber llegado antes
y quizás alguno de estos desgraciados seguiría vivo, o no haberlo hecho y
seguir vivo él, lo que le permitiría salvar a otros más adelante. ¿Quién o qué
decide quién vive y quién muere? Desde luego no era momento para intentar
responder a eso. En realidad nunca lo era, así que simplemente seguía su
camino.
Algo fue diferente esta vez. Un
brillo que alteró el silencio, un brillo entre tanta negrura y ceniza. Como una
única estrella que asoma en la noche más oscura y tenebrosa. Esa estrella que
permite pensar que todavía hay esperanza, que mañana todo puede cambiar y salir
el sol de nuevo. Un brillo que le llamó desde dos troncos quemados que hizo,
contra su costumbre de no hurgar entre cenizas, que se acercara. Un brillo, en
definitiva, que le permitió descubrir dos angelitos que le miraban sin emitir
sonido alguno. Angelitos le parecieron, un pedazo de cielo en aquel infierno.
Dos bebés, hijos de alguien muerto, que habían sobrevivido quién sabe por qué y
para qué, a la brutal devastación.
Ambos portaban unos medallones
complementarios entre sí, con extraños símbolos. El metal del que estaban
hechos le resultaba familiar. Era el de su espada. El brillo lo habría
producido el reflejo de un fuego en el medallón del que resultó ser niño y al
que llamó Noor, "brillo", en su idioma natal. El otro era niña y la
llamó Pari, "ángel".
Un brillo que le hizo llegar a unos
ángeles.
Y, a partir de ahí, 9 fueron tres.
San Agustín del Guadalix. Abril 2016
Y, a partir de ahí, 9 fueron tres.
San Agustín del Guadalix. Abril 2016